Serían cerca de las siete de la
mañana, ya amanecía, cuando el Catania tuvo el accidente. Nadie sabe cómo fue.
Hay quienes culpan al capitán, otros dicen que las autoridades no dieron las
indicaciones adecuadas, el caso es que más de mil personas se ahogaron aquella
mañana cerca de las costas gallegas, en el Cantábrico.
Fue un gran escándalo mediático,
unos y otros eludían responsabilidades; entre tanto, Fabia, de pie como un palo
frente al televisor, maldecía a unos y otros, mientras se limpiaba las pocas
lágrimas que aún le quedaban con el mugriento delantal lleno de años, de sal y
de sangre. Roque sin embargo permanecía en silencio, ausente, con la mirada
perdida.
La pérdida de sus cinco hijos, que
habían decidido ser pescadores como él hasta su jubilación unos años atrás, era
una pena extraordinaria. Una pena demasiado grande que se salía de su
entendimiento y que saturó para siempre su capacidad de sufrir, era lo único
que tenían en esta vida.
Celebraron el funeral esa misma
semana, no quisieron acudir a los actos oficiales que la Xunta organizó en un
intento de solidarizarse con las víctimas. Sin embargo sí hicieron su
particular homenaje: un precioso sepulcro de piedra maciza sobre el que habían
tallado alrededor una hermosa cenefa de sepias, haciendo honor al oficio que
durante generaciones había sustentado a esa familia.
Esa tarde se sentaron a cenar
sumidos en un profundo silencio, un silencio que ya por siempre impregnaría las
paredes de aquella casa. Fabia había cocinado sepia. Roque pegó un mordisco y
sugestionado o no, sintió como si comiera carne humana, la carne de sus propios
hijos. Entonces por primera vez lloró, con la esperanza de que con cada lágrima
se fuera también una pena.
Desde aquel momento la casa
reviste un fuerte olor a Brócoli, aquella noche se hicieron vegetarianos.
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