Querido diario:
Lo cierto es que no se cómo contar esta historia. Nunca he
escrito un diario ni nada parecido, y pensé que nunca lo haría. Sin embargo,
creo que los últimos acontecimientos que se han sucedido en mi vida merecen una
explicación, y no se me ocurre mejor forma que esta. Para aquellos días en que
flaqueé, cuando no tenga fuerza, cuando no entienda las decisiones que tomé
hasta hallarme en esta situación, necesitaré algo que me lo recuerde, por eso
te escribo.
La historia de mi nueva vida comienza el día que
accidentalmente Rosana, compañera de trabajo, me tiró un litro de aceite
hirviendo sobre el cuerpo y la cara. Pobrecita, no la culpo, a estas alturas
ella debe de estar peor que yo. Al principio duele, luego lloras y aunque nunca
dejas de sufrir te acostumbras a vivir con ello. Sin embargo la culpa… Rosana
nunca supo perdonárselo, pidió la baja por depresión y hace meses me enteré de
que está enferma de cáncer. La culpabilidad mata, y las desgracias nunca vienen
solas.
Sin embargo no estoy aquí para hablar de Rosana, sino de mí.
La verdad es que nunca fui muy guapa, ni tampoco fea, más bien normal, algo
sosa. Pelo negro, siempre recogido por exigencias del restaurante, no es que me
gustase ser así, pero la verdad es que no tenía mucho tiempo para arreglarme.
En aquellos tiempos odiaba eso de mí, la “normalidad”, yo no quería ser vulgar,
yo quería ser especial, llegar a ser alguien, ser original. Después del
accidente me maldecía a mí misma por no haber apreciado lo absolutamente
maravilloso que es ser “normal”, y no el monstruo que ahora todos ven cuando me
miran a la cara.
Tras el accidente todo el mundo comenzó a tratarme de manera
diferente. Mi pareja, Mario, mis padres, mis compañeros, mi jefe… Lo cierto es
que todos tuvieron un comportamiento políticamente correcto: el jefe me mandó
flores al hospital y no insistió como era habitual en que tendría que recuperar
con horas extras mis días de baja; toda la familia, hasta los primos más
lejanos que no sabían ni a que me dedicaba, acudieron en esas semanas al
hospital… Hasta después, una vez en casa, no deje de recibir visitas de
antiguos amigos que se escapaban en cuanto podían con un “será mejor que
descanses”, muestra de su incapacidad para seguir ocultando esa mezcla de
compasión y rechazo que les causaba mi presencia.
Con Mario fue lo más complicado. El pobre se
esforzó mucho. Me cuidó, me daba la comida, me traía té cuando yo se lo pedía,
me leía libros cuando yo aún no podía. Se dedicó en cuerpo y alma a mí, y me
prometió que nunca me dejaría, que yo seguía siendo Laura, su chica, y que no
había cambiado nada. Pero era mentira, todo, había cambiado todo. Yo ya no era
una persona normal.
Recuerdo perfectamente el primer día que salí a la calle,
como me molestó el sol en los ojos, como los niños me señalaron al pasar, como
me cedieron la vez en el supermercado. Daba pena, la gente solo sentía por mi
lastima y compasión y eso es algo que comencé a no soportar.
El tiempo con Mario dejó de ser especial. Ya no sentía
mariposas en el estómago, ya no se me iluminaba el cuerpo entero por dentro al
verle aparecer. La rutina llegó como un inmenso gigante que iba consumiendo
nuestro tiempo y nuestro espíritu en aquella casa. Recuerdo los inmensos
relojes en el salón anaranjado, los segundos pasando uno a uno, las manecillas
del reloj arrastrándose con una lentitud parsimoniosa, y yo en el sofá
aterciopelado, tratando de adivinar si lo que sentía por mí era verdadero amor
o se había reducido exclusivamente a la pena. El tiempo dejó de ser
cualitativo, ya no hacíamos cosas divertidas, ya no disfrutábamos de forma
especial de nuestra compañía. Simplemente era tiempo, tiempo cuantitativo, que
se sumaba, minutos, horas y días que pasaban porque tenían que pasar.
Entonces me di cuenta, me daba igual si él seguía queriéndome
de verdad o era solo lástima o caridad. Yo ya no le quería, y aunque me
costaría encontrar un compañero que me apoyase como él, supe que tenía que irme
de allí antes de que los relojes acabasen volviéndome loca.
Decidí irme a la costa y fabricarme una casita junto al mar,
donde poder estar sola, donde contemplar cada mañana el sol y darme un baño
mientras ver amanecer. Un pueblito de pescadores, donde todos convivamos con
nuestra soledad, donde todos seamos normales en nuestra excepcionalidad.
Me gusta mucho.
ResponderEliminarFelicidades
Gracias :)
ResponderEliminar¿quien eres? jeje.