Dicen que Soria es una de las ciudades más frías y aburridas
de España. Tras pasar allí todas las vacaciones de navidad, pude corroborarlo
sin duda. Tan fría, y tan gris, su monótono aspecto chocaba con mis 15 años en
una ecuación difícil de resolver.
Salí a pasear con la esperanza de encontrar algo que me
mantuviera entretenida, caminé por las insulsas calles mientras el viento y el
frío me azotaban fuertemente en la cara. Me subí la cremallera del abrigo hasta
el tope y seguí andando. Por el camino me crucé con varias personas que me
parecieron a cual más vieja y malhumorada. De pronto un señor me gritó:
-
¡Mira
por dónde vas! -al tiempo que las ruedas de su coche chirriaban y me salpicaban
al contacto con el agua de un charco marrón.
-
Qué
horrible ciudad, -pensé mientras miraba el socavón en la carretera y asqueada
comprobaba que no me hubiera manchado mi abrigo de marca.
Seguí andando cuando descubrí una farmacia y me entretuve
mirando las cremas adelgazantes y otros productos de belleza. Cuánto echaba de
menos estar en Madrid, esa misma tarde todos mis amigos estarían de botellón en
el parque del instituto, y yo en cambio la pasaría con mi abuelo.
-
¿Quieres
algo, niña? –me espetó de pronto la dependienta.
-
No,
nada, sólo estoy mirando, gracias. – respondí sin poder evitar fijarme en la
desagradable verruga con pelos que tenía a un costado de la nariz.
Tras dar una vuelta a la manzana decidí emprender el camino
de vuelta a casa por un sitio distinto. No tenía nada que hacer, pero al menos
allí no pasaría frío; además, podría pasarme la tarde haciendo llamadas
perdidas a Toni, o leyendo la última novela que tenía entre manos.
Lo que más me preocupaba no era esa tarde, pues Toni tampoco
estaría en la capital; sino el cumple de Lucía dos días después, eso sí que me
hacía hervir la sangre. Por enésima vez me puse a pensar la remota posibilidad
de escaparme y a darle vueltas en la cabeza a todas las opciones posibles.
Me habían regalado una cámara de fotos y mis padres insistían
en realizar una excursión al campo para estrenarla. Pocas cosas me parecían
menos atractivas que aquello.
-
¡Maldito
pueblo!
De pronto vi un pequeño grupo de gente alborotada por alguna
razón que desconocía. Rodeaban en medio de la calle a un señor que estaba en el
suelo, de rodillas. Me acerqué para mirar que pasaba y lo vi: Un perro
precioso, marrón oscuro con manchitas blancas (creo que era un labrador) tirado
en el suelo, tumbado, de lado.
Al principio no comprendí muy bien qué estaba pasando, el
hombre que lo sostenía, su dueño, parecía desesperado; le miraba con una
ternura de la que poca gente podría presumir en estos tiempos. Pensé que le
habrían atropellado.
-
Pobrecito,
-dije en alto sin darme cuenta, mientras vi cómo comenzaba a llegar la policía.
Me arrimé un poco más y tras esquivar a alguna gente pude
comprobar que no se trataba de un atropello, a aquel perro le estaba dando un
infarto. Se convulsionaba y retorcía en las manos de su dueño mientras este le
miraba desesperado, intentando salvaguardar su vida y viendo tristemente cómo
se le escapaba de las manos.
La policía empezó a dispersar a la gente.
-
No
hay nada que hacer señores, -decían mientras unas abuelitas insistían en llamar
a una ambulancia.
El hombre seguía agarrando en brazos a su mascota que se
ahogaba cada vez más. Ya solo la abrazaba fuertemente intentando conservar sus
últimos alientos. Aquel hombre miraba al perro de una forma especial, de sus
ojos salían rayos que tocaban lo mirado.
El policía le preguntó si necesitaba algo y el pidió que le
trajesen al veterinario.
-
No
sé si aguantará, compañero.
-
Es
igual, tráiganlo por favor, dense prisa. – Dijo sin dejar en ningún momento de
cobijar a su perro.
Me fui alejando de allí despacio, todavía conmocionada por lo
que acababa de suceder. Miré hacia atrás y lloré. Di algunos pasos más y llore más,
y de una forma distinta a la que había llorado siempre. Lloré tranquila, me
sentía fatal y bien al mismo tiempo, de pronto el mundo me parecía un lugar
entrañable. Estaba triste, me pareció de pronto que había cosas más importantes
que Toni y que ese cumpleaños. No supe encontrarle explicación pero aquel acto entre
ese perro y su dueño, me habían conmocionado más de lo que esperaba.
Llegué a casa, abracé a mi abuelo y todavía me costó un par
de horas volver a la normalidad.
Fin.
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